Está claro que una de las cosas que querríamos los seres humanos (exceptuando a los políticos) es entendernos. Entenderse es complicado porque es algo que depende de las palabras, y tenemos esa tendencia a usar palabras para todo, continuamente, excepto para comunicarnos. Como en las conversaciones de ascensor:
-Hola.
-Hola.
-Hace calor, ¿eh?
-Huy, qué calor hace.
-La semana pasada hubo un poco más de fresco pero ahora ya ha vuelto la calor.
-Sí, sí. A ver la que viene si refresca un poco otra vez.
-...
-Qué tal todos.
-Bien, bien. ¿Y ustedes?
-También.
-...
-Bueno, yo ya he llegado. Hala, hasta luego.
-A mí todavía me queda. ¡Adiós!
¿De qué servirá esta anticomunicación, además con personas que te las cruzas a veinte metros del portal y ya hacen como que no te ven? Pero, en cualquier caso, lo que quiero resaltar es que, mientras uno dedique palabras y palabras a no comunicarse, difícilmente alcanzará algún entendimiento.
Por razones parecidas, siempre he sospechado que hablando no se puede resolver ningún conflicto, y esto al margen de que al menos una de las dos partes no suele demostrar interés alguno en que el conflicto se resuelva. Lo primero que haría falta es que cada uno escuchara al otro. Ahora bien, hay tres modelos de conversación:
a. Habla uno y el otro se calla, habla el otro y el uno se calla, etc.
b. Habla uno y el otro se calla, luego intenta hablar el otro mientras el uno hace por impedírselo.
c. Lucha en el barro sin reglas.
¿Qué conclusiones obtenemos, a la vista del hecho de que mientras uno habla, no puede ni escuchar al otro ni pensar él mismo?
En el modelo "c" no puede haber comunicación ya que si los dos hablan a la vez, ninguno está pensando y ninguno está escuchando. Uno puede preguntarse para qué hablan entonces cuando podrían retener la atención del otro dándole golpes en el bazo, por ejemplo.
En el modelo "b" tampoco hay entendimiento que valga ya que el uno no escucha sino que se dedica a interrumpir e impedir que el otro se exprese, por lo que está siempre ocupado y no tiene tiempo de pensar. Así que el otro es el único que escucha, pero qué más da si en realidad el uno no piensa.
Ni siquiera en el modelo "a", que parece el más favorable, podemos tener éxito. Porque hay tres cosas que hacer: hablar, pensar y escuchar, así que cuando el otro habla podemos elegir, o escuchamos lo que dice y cuando termina no hemos pensado qué le vamos a responder, o viceversa.
Por otra parte tenemos la ingenuidad de creer que cuando alguien nos dice algo, nos quiere decir lo mismo que si nosotros se lo dijéramos a él. Esto puede estar justificado o no cuando se habla con un desconocido (yo tiendo a creer que no), pero casi siempre es fruto de la vagancia intelectual y de la falta de interés en saber qué es lo que la otra persona está tratando de comunicarnos. Siempre es más fácil (y puede hacerse sin pensar en absoluto) responder holgazanamente sobre la base de palabras aisladas.
Hay aún otro enemigo del entendimiento mutuo, que es la persistencia del prejuicio o tendencia a juzgar cosas sin conocer información clave. Un ejemplo de esto es la siguiente historia verídica:
Cuando yo tenía 15 años nos llevaron de "convivencias" los padres jesuitas. Estuvimos toda la clase en Latores (de donde es conde o algo el anterior jefe de la casa real) y allí tuvimos que ponernos en corro y sufrir distintos interrogatorios al objeto de conocernos mejor y hacernos amigüitos. Una de las cosas que nos preguntaron es "¿Qué es la cosa que más te molesta en el mundo?". Bien, como se trataba de contestar con sinceridad, uno tras otro fuimos abriendo nuestro corazón: "A mí, lo que más me molesta es el hambre en el mundo". "A mí, las minas antipersonales porque patatín y patatán". "A mí, que los niños cojan las armas en las guerras". "A mí, el hambre también, cuando salen en la tele esos niños negros con moscas en la cara y la barriga toda hinchada". Después de quince o veinte testimonios parecidos, alguien dijo: "A mí lo que más me molesta en el mundo es llegar a casa y no encontrar las zapatillas". La ronda siguió con testimonios parecidos o iguales a los primeros, hasta el final.
Este es el ejemplo más paradigmático que conozco de "persistencia del prejuicio". Anda que no estuvo mi madre recriminándomelo durante años (mi madre se enteró de tercera mano o así, creo que me debí de hacer famoso con aquello), hasta que un día, ocho o diez años después, me cansé y le dije:
-Vamos a ver, ¿tú te has parado a pensar alguna vez por qué a mí me puede molestar tanto no encontrar las zapatillas?
-Pues no, la verdad es que no me lo he preguntado nunca.
-¿Y a ti te parece prudente juzgar si es legítimo o no que sea lo que más me molesta del mundo, sin saber cuál es la causa?
-Hombre, un poco imprudente puedo haber sido, pero a mí no se me ocurre ninguna causa que lo justifique.
Entonces se lo expliqué (y nunca ha vuelto a sacar el tema). Ajá.
No veo que estas deficiencias del lenguaje y de nosotros vayan a arreglarse en los próximos miles de años. Esto siempre me hace preguntarme si merece la pena hacer esfuerzos por comunicarse con gente con la que no se tiene un entendimiento espontáneo. Creo que soy del tipo tonto que cree que hacer esfuerzos tiene gracia.
La comunicación tiene, en el fondo, poco o nada que ver con las palabras. Tiene que ver con querer mirar y no sólo ver, escuchar en vez de oír, y comprender en lugar de subrayar la palabra "patata" y discutir sobre ella con tu compañero. No hay comunicación sin el deseo activo de compartir.