Tras la escena inicial, comienza el segundo episodio de este drama, titulado
The dawn of man (que traduciríamos como "La caída del hombre",
dawn=abajo).
Observamos varias panorámicas de espacios abiertos en la sabana africana; lo primero que llama la atención es la ausencia de signos de civilización. Con sospecha, oteamos en busca de las columnas de humo contaminante que delatarían la industria local, pero ni siquiera vemos los omnipresentes rastros de aviones a reacción. Más y más panorámicas: ¿dónde están los hombres que han de caer?
Por fin, la cámara nos muestra un esqueleto insepulto. Acto seguido, un grupo de hombres y tapires en pacífica coexistencia. Dos cosas reclaman nuestra atención: primero, los hombres están desnudos y cubiertos de pelo de la cabeza a los pies; segundo, nunca ha habido tapires en África. Varias interpretaciones serían posibles para el primer hecho (incluyendo un elaborado guiño a
El planeta de los simios), pero el segundo es claro: nos encontramos en el futuro lejano. Y como es difícil imaginar que los tapires cruzaran el estrecho del mar Rojo por sus propios medios, se plantea la pregunta: ¿quién llevó los tapires a África? Es este inquietante mcguffin el que pone en marcha la maquinaria narrativa de Kubrick, ya que, mientras las manadas de espectadores palomiteros (a su manera, auténticos tapires) se mantienen pegados al sillón esperando la respuesta a esa pregunta, el director desgrana una serie de reflexiones sobre el tema que le interesa, obviamente no el futuro de los tapires sino el presente y la realidad social de la siempre tambaleante raza humana.
En ese distante futuro, la humanidad ha abandonado tanto la industria textil como cualquier tipo de industria, retornando a una bucólica Arcadia de sublime
insouciance, equilibrio natural, comunión ecológica y aceptación vital (¡no fatalista!) del papel humano en el ciclo de la vida, como se aprecia cuando un tigre ataca a un humano sin que los otros le defiendan; y es que, con total naturalidad, parecen decirse... ¡también los tigres tienen que comer!
Cabe observar en este grupo de peludos posthumanos un conjunto de bien concebidas adaptaciones lamarckianas: al dejar de disponer de ropa han recuperado el vello corporal que sirve de regulador térmico; al serles innecesario recorrer grandes distancias, han adoptado una postura casi cuadrúmana más apta para su dieta de hierbas y carroña. Sin embargo, podemos identificar el esqueleto que aparece anteriormente como típicamente humano. Ese plano adquiere así un ominoso simbolismo, adviertiéndonos que la sociedad y el hombre que conocemos yace muerto
pero no enterrado.
El alegre grupo de buenos salvajes no tardará en comprobarlo cuando se vean asediados por una manada de antropoides semierguidos en busca de agua. Ante la visión, sin duda inexplicable para ellos, de tales bestias involucionadas y violentas, todos huyen despavoridos y son desposeídos de su asentamiento.
No obstante, esta situación no habrá de durar mucho pues una noche, mientras los posthumanos duermen, el tigre activa de algún modo un mecanismo alienígena enterrado en las proximidades. En este punto, no vemos el efecto del artefacto en el tigre: sólo oímos su voz, rugiendo insistentemente en la noche. ¿Cuáles son las transformaciones mentales que se producen en el tigre? No lo sabemos y, aunque podemos imaginarlo a la luz de los acontecimientos posteriores, no se especifica explícitamente. Los posthumanos no se atreven a salir a averiguarlo, y presenciamos una conversación en su lenguaje que podríamos transcribir así:
Posthumano 1-- Vete a ver qué le pasa al tigre.
Posthumano 2-- ¿Yo? Siempre tengo que ir yo. Que vaya este.
Posthumano 3-- ¡Callaos los dos y dejadme dormir!
A la mañana siguiente, los posthumanos se despiertan oyendo el
Requiem de Gÿorgÿ Ligeti (1923-2006), una vuelta de tuerca ominosa relacionada con el título del capítulo: "La caída del hombre". Notan que el sonido procede de un enorme bloque ortoédrico esencialmente similar a la caja de un metrónomo sin péndulo, lo que nos remite a otra obra de Ligeti, el conocido
Poema sinfónico para cien metrónomos. Por esta razón, llamaremos a ese bloque "el metrónomo". No olvidemos la abolición en la obra del tiempo de los relojes y las máquinas en favor de un fluir psicológico, antropocéntrico y palingenésico curvado sobre sí mismo en múltiples brillantes esferitas; el metrónomo sin péndulo se constituye en un poderoso símbolo a tal efecto.
En realidad, podemos presumir que nunca estuvo previsto que los posthumanos activaran el metrónomo: en el drama cósmico de fondo, los humanos ya tuvieron su oportunidad pero fueron juzgados negativamente al final de la película (cronológicamente anterior a los hechos que estamos refiriendo). Podemos imaginar al tigre devorahombres alcanzando un estado de conciencia superior y fundando una casta de tigres vegetarianos que colonizarían el mundo -humillación que Kubrick nos evita por la vía de omitir toda referencia al destino ulterior del nuevo "supertigre"-. Pero el ser humano no ha de cruzar ese nuevo Jordán. Prolongando la metáfora fluvial, diremos que la cuasi-fuga para veinte voces del primer movimiento del
Réquiem marca un auténtico Rubicón para esta humanidad futura, y una vez cruzado ya no habrá marcha atrás en su regresión y caída.
Un día, un posthumano estará sentado frente al metrónomo cuando el Sol pase por encima de él. La luz solar se reflejará en el metrónomo permitiéndole contemplarse a sí mismo. En ese momento, la memoria filogenética del posthumano, ya excitada por la escucha del
Requiem de Ligeti, se dispara y él ve pasar ante sí toda la historia de su especie. A través de esta anamnesis, el posthumano sufre los mismos efectos que si de comer el fruto del árbol del bien y el mal se tratara: reconoce su imagen especular en el metrónomo, contempla su desnudez, y su rostro se le aparece oculto por longas e hirsutas pilosidades. Enfrentado a sí mismo en una pura descontextualización, es incapaz de reconocer los signos de hombría que su mente le demanda (pese a la desnudez, ni siquiera es visualmente evidente la presencia de órganos reproductores masculinos) y estalla, aferrándose al hueso-falo con que estaba jugando y con el que protagonizará una famosa escena de alto voltaje tanático destruyendo un esqueleto de tapir (escena que él mismo puede contemplar reflejada en el metrónomo, sugiriéndose así una forma de videoarte
sui generis y
avant la lettre).
Tras sufrir esta involución, y adoptando su hueso fálico como genuino cetro, no tarda en someter a sus antiguos iguales, imponiéndoles un programa social filofascista de "destino manifiesto" basado en dos puntos: hamburguesas y afeitado. Los tapires son las primeras víctimas del nuevo régimen, y así vemos a los posthumanos refocilarse en su caída comiendo trozos de carne roja de tapir (¿o quizá de tigre, de repente devenido un pacífico e indefenso gatito por los efectos del metrónomo?).
Sin embargo, los planes expansionistas de la tribu pasan por conseguir agua para elaborar pan de hamburguesa, lo que provoca un enfrentamiento final con los antropoides semierguidos. Es entonces cuando observamos, con horror, que los posthumanos, amén de portar amenazantes huesos-porras-falos, están definitivamente erguidos, remitiéndonos al ideograma
ren de la grafía china (las dos piernas erguidas, que los japoneses llaman
jin) y por tanto el grupo se constituye en
ren min (pueblo) beligerante que busca monopolizar los recursos y someter a los otros a su dominio. En esta trágica visión de la futilidad de los imperios, el
ethos y la
anamnesis desatan la
hybris provocando una
crisis de falta de
phronesis que lleva a la raza humana a una metafórica
ekpirosis sin esperanza de
katarsis.
Al comprender lo que ha hecho, el líder de los posthumanos se rebela y grita, arrojando desesperado su hueso-falo mientras oímos de fondo el
Also sprach Zarathustra de Wagner, una alusión preñada de distanciamiento irónico pues un genuino
Übermensch nietzscheano no podría menos que experimentar una reacción de exaltación totalmente opuesta. O, en otras palabras: si Zoroastro levantara la cabeza...
Mientras el hueso fálico cae por el aire (referencia final que nos devuelve al título del episodio), se concluye abruptamente con un corte que da paso al
flashback que ocupará el resto del metraje. Se abre con la imagen de un ascensor espacial de forma y tamaño en plano similares a los del hueso-falo, dándonos a entender que entramos en el siguiente segmento de esta narración.
En él se empezará a explorar la plurisignificatividad temporal de las secuencias que hemos analizado en el plano dialéctico apertura-determinación y su inmersión en el contexto de la sociedad hipermoderna. Sin olvidar las preguntas planteadas: ¿quién enterró un metrónomo gigantesco en África y llevó allí los tapires?