viernes, 28 de septiembre de 2007

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¡Jarl!

1 comentario:

Anónimo dijo...

Jejeje, los vecinos, menuda historia. Y lo peor es que estamos destinados a vivir cada vez más apiñados. Cada vez más gente tiene ya una segunda residencia, con lo que alejarse de la ciudad es cada vez más absurdo. Los vecinos y los ruidos, qué coñazo. Gente sin respeto por los demás. Gente que pasa impune por su contaminación acústica.

En mi infancia mis vecinos tocaban la caja y la guitarra en la plaza que estaba al lado de mi casa. Y hubo una época en la que mi habitación colindaba con un almacén de fruta, donde vivía un nota que se llamaba Paco, que era drogadicto y camello. Cada noche iban a buscarle y le llamaban a voces: ¡Paaaaacooooo!

Luego me cambié de casa y tuve otros vecinos, que de cuando en cuando tocaban las narices con la musiquita.

Me volví a mudar y tuve otros vecinos... Y así 4 ó 5 veces más. Viví incluso un año al lado de la estación de trenes de Ávila.

Lo mejor de todo fueron un par de breves ocasiones, de paz y tranquilidad maravillosa. La primera vez en Granada. Casi seis meses, desde mayo a octubre, en un piso de estudiantes compartido con un silencio grato, hasta que llegaron al piso de al lado los nuevos inquilinos tocapelotas. Un cabrón de éstos tenía su habitación contigua a la mía y su tocadiscos a todo volumen, joputa!

Y la última vez fue hace poco aquí, en Zaragoza. Desde septiembre a marzo un remanso de paz hasta que llegó una nueva cuadrilla de gentuza en semana santa al piso de abajo del bloque contiguo. Un patio de luz común es el escenario de un puto perro ladrando a las putas horas intempestivas...

En fin, nunca tuve temor en pedir menos ruido, pero suelen ser vanos e infructuosos intentos. Afortunadamente (?) tuve un buen entrenamiento en mi adolescencia con un capullo que solía llegar borracho y despertando a todos. ¡Qué cruz!